Jinetes en la meseta

Los seis jinetes atravesaron la estepa árida de la meseta infinita. La cabalgata había extenuado a los caballos. La primera noche había sido terrorífica. No habían podido descansar debido a que temían por sus vidas. La segunda noche, a salvo, momentáneamente, habían acampado en el arroyo pequeño, nombre que ellos mismos le asignaron. Esa mañana el jinete mayor había divisado, desde la lomada, que sus perseguidores estaban nuevamente tras sus huellas. Levantado el campamento, sin dejar ninguna especie de rastro montaron a sus caballos. El sur era el destino.
Se aproximaba la tercera noche. Los seis se sentían exhaustos, pero la misión era muy importante, debían continuar. Nada los animaba más que cumplir con su juramento. La misión valía más que sus propias vidas. Según sus propias palabras vivían gracias a la misión. La laguna verde estaba a unos pasos. Pensaban que aquella noche no iban a poder encender el fuego. Regla clásica de quien es perseguido en medio de la nada. El jinete con rostro de moro sintió que su pierna le ardía. Miró y sangraba. Miró a sus compañeros con el rostro confundido. Entendía que se acercaba su último suspiro. Sin decirse palabra sus compañeros lo abandonaron. Parecía como si hubiera estado acordado previamente.
El Moro era jinete experto en batallas. Desmontó. Preparó su arma, se dispuso a esperar.  Sabía en su conciencia que si sus perseguidores daban con él no  iban a pasar fácilmente. Por el contrario si pasaban sin poder encontrarlo podría ir por detrás y lograr una emboscada. Como fuere, lograría dar ventaja a sus compañeros y su vida habría acabado protegiendo la misión. El silencio se asemejaba a una tumba. El choque con los adversarios no debía pasar más que en un breve instante. Pero la espera se hacía interminable. Siempre es interminable los minutos previos al final.
Los jinetes restantes guiaron a sus caballos a través de la laguna. No les permitieron beber agua. Salieron a la otra orilla, debían cabalgar hacia el sur, pero el jinete al mando sugirió esconderse en la cueva que se encontraba al oeste. En aquella tarde oscura sería muy difícil encontrar las cuevas para quien no conociese el lugar. Sus perseguidores eran extranjeros. Sin discusiones porque quien está por perder la vida no admite perder tiempo, desviaron su dirección del sur al oeste. Cruzaron el salitre, los espinos, desmontaron y caminar por entre las gigantes piedras negras. Allí tanto los jinetes como los caballos pudieron descansar.
El grupo de perseguidores se trata de doce jinetes. Todos vestían igual. Capa negra, botas como de plata, escudo como de metal, casco de acero, lanza, ballesta y espada. Todos los caballos eran negros. Traían en su comitiva tres esclavos negros. Habían sido comprados en las Islas Canarias. Todos eran buenos jinetes, pero lentos en aquella meseta infinita que desconocían. Ni siquiera las estrellas les servían de guía porque eran extrañas. Debían obtener algo de los seis jinetes. Nadie, excepto Sir James M’calistter, sabía qué los traía a las lejanas tierras desconocidas.
Sir James M’calistter era dueño de las embarcaciones. Su mayor ambición se encontraba, ahora, bajo la custodia de aquellos seis jinetes que debía atrapar y matar. Él había divisado, casi por casualidad al Moro y sin pensarlo disparó su ballesta hiriéndolo. Su reputación en su mundo, aquel que nosotros hoy llamamos europeo, era muy digna. Solía almorzar con el Rey, pasear con la princesa. A su paso la plebe se inclinaba porque su dinero aplastaba la cabeza de cualquiera. Durante varios años se había comprometido en una batalla que se llamó “las cruzadas”. Y el tesoro más preciado había quedado bajo el ejército del Vaticano.
Se suponía que una comisión secreta del Vaticano debía custodiar una de las reliquias más preciadas. Pero el secreto fue tan profundo que debieron huir de Europa. Navegaron noches y noches, casi a la buena de Dios. El cielo cambió, las mareas cambiaron y se vieron encallados en aquel lugar que hoy llamamos “el fuerte argentino”. Los rumores de nuevas tierras pronto se hicieron certezas en los oídos de Sir James M’calistter quien no escatimó esfuerzos para una larga persecución.
La sangre de la pierna herida del Moro había coagulado. Dolía pero ya estaba acostumbrado a ese dolor. La espera parecía, aún más, interminable. Aquello que debía acontecer de un momento para el otro no sucedía. Su memoria, lo distrajo de su labor. Recordó su partida en secreto del Valle de Fátima en Portugal. El ejército del Vaticano lo había liberado, había transcurrido sus años lejos de su patria natal. En aquel momento en que su vida estaba por finalizar entendió que devolvía lo que había recibido: lealtad.
Los cinco jinetes que habían abandonado al Moro como por un acuerdo ya establecido, se disponían  a explorar en la oscuridad la cueva hallada al oeste, cruzando el salitre. Se trataba extrañamente de un lugar húmedo. La cueva emanaba unos olores irreconocibles. Encendieron una pequeña fogata, hicieron un hisopo y avanzaron. Allí, en aquella profundidad de la cueva, nadie que se encontrara fuera, sería capaz de divisar el fuego. Entre las piedras distinguieron con asombro que aquella cueva almacenaba metales en su más puro estado. Sin dudar, era el lugar perfecto. En el primer hueco de entre la piedra escondieron su motín tan preciado.
Parte de la misión estaba cumplida. Pero la lealtad los llamó para defender la vida del más fiel amigo Moro. Dejaron los caballos extenuados, y dado que se encontraban a pocos metros en relación a la cantidad de kilómetros que habían andado volvieron a la defensa del Moro a pie pero a trancos largos.
Sir James M’calistter había ordenado que desmontaran. Sabía que no debía hacer ningún ruido. Aquellos sus perseguidos eran muy buenos guerreros. Avanzaban paso a paso, respiración constante y muy lenta. Los esclavos no eran dignos de combatir, entonces se quedaron a custodiar a los caballos. Todo arbusto que se les atravesaba significaba para ellos un peligro. Pensaban en un posible veneno. Eran ignorantes de la flora y fauna de esas tierras.
El Moro había entendido que los esclavos quedaban rezagados. Fue en ese momento que vio una posibilidad interesantísima. Con su ballesta cargada, cuerpo a tierra desviando su cuerpo de la trayectoria de aquellos doce enemigos, avanzó en busca de los esclavos. El lugar en cual había despedido sin palabras a sus compañeros quedó vacío. Su caballo había sido mandado en una dirección que despistara a los perseguidores.
Los cinco jinetes se detuvieron a tiro de lanza del lugar. No vieron al Moro. Sí divisaron a Sir James M’calistter y sus secuaces. El conocer el territorio los hacía más fuertes. Armaron la estrategia de batalla. Sabían que eran menos en número. Pero además sabían que la misión debía cumplirse. La organización de ataque fue en forma de U. Se dividieron, despistaron a sus enemigos y los atacaron por dos frentes.
La batalla, cuerpo a cuerpo, era dolorosa. El terreno se regaba de sangre. Los enemigos vestidos de capas negras parecían tener miedo. Todo estaba en su contra. Sin embargo, eran más numerosos y les parecía que la batalla era suya. Hasta que comprendieron que no solo luchaban con sus perseguidos sino además con sus propios esclavos. El Moro los había convencido de su propia libertad.
Ninguno de los de negro sobrevivió. Sir James M’calistter fue el último en morir. Pero nadie en Europa reclamó por su vida. En la zona que hoy se  llama “el Hualicho” me contaron esta historia. Las ancianas que de boca en boca han recibido leyendas de la tierra aseguran que unos señores plateados cabalgaron la Patagonia. Otros pobladores aseguran haber visto muros a los cuales bautizaron “la ciudad de los cesares”. Aquel tesoro tan custodiado, hoy se dice, se trataba del “santo grial”.

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