El Adolescente

El policía nos miraba por el espejo retrovisor con esa mirada tan común en los adultos. Esa mirada silenciosa que parece intentar evadirlo todo. Sus ojos se proyectaban a través de un azul teñido de oscuro que parecían brillar sobre el reluciente espejo. Había olvidado ya su cara pero nunca esos ojos. El ambiente era tan silencioso como lo sería el de una tumba. Cierto olor a naftalina se percibía en el aire condensado de la patrulla y la aspereza de los asientos, que en un principio me resultaron incómodos, ahora me atontaba en una completa pasividad.
Cecilia estaba sentada a mi lado con su vista perdida en un paisaje que me cegaba toda posibilidad de contemplación. Solo había oscuridad y esos destellos de luces azules provenientes de un recóndito lugar que no me interesaba en lo absoluto. Mi atención solo me daba la posibilidad de focalizarme en ella. En la oscuridad que parecía evadirla, en su mirar inmóvil y paciente, en su suave piel o en como su cabello se camuflaba con las sombras.
No sé cuando me empezó a agradar tanto su rostro; antes la veía con cierta ternura e incluso algunas veces pensé que era un varón al que equivocadamente le dieron el cuerpo de una niña, pero a lo largo de los años en que nuestra amistad se fortalecía mi atención hacia ella era cada vez más evidente.
“no pueden hacerme esto” dijo ella aquella mañana de octubre en la que se entero de que su padrastro había accedido a un mejor empleo en otra ciudad y ahora todo se resumía al hecho de que jamás volveríamos a vernos. Habíamos sido amigos desde el inicio de la primaria, amigos ante la resistencia de los demás por no aceptar a un niño de una villa en un lugar donde todos eran hijos de profesionales, amigos ante las burlas de las chicas por creer que las trenzas eran un extraño signo de provocación. Tal vez era nuestro color de piel, nuestro extraño acento o el hecho de que nuestros padres no habían nacido en este país. Crecimos en un lugar donde no esperábamos crecer, éramos los hijos desterrados de una tierra que nunca existió, nada nos quedaba más que adaptarnos al odio de los demás, ser sumisos a sus  caprichos y sobrevivir en silencio.
Las calles con sus infinitas variables de peligros y posibilidades fue nuestro campo de juego. Entre los estrechos callejones donde los zombis, con su pálida piel y sus jeringas se vivían inyectando lo que en las esquinas muchos vendían. Algunas noches, la muerte se paseaba por nuestro barrio, secundada por truenos, gritos, sirenas, y el infinito murmullo de las víctimas.
Mis padres siempre me decían que se habían marchado de la tierra original porque allí se morían de hambre, que aquí había trabajo y futuro. Todas esas palabras se diluían día a día al enfrentarme ante un mundo que no deseaba que estuviese allí. Cecilia siempre comprendió eso, éramos parte del mismo problema y ahora al separarnos sentíamos que pereceríamos, ya que ninguno encontraría una espalda en la que apoyarse.
-tenemos que irnos
-adonde?
-a la tierra de mi abuela. Ella nos va a proteger
-pero tu papa trabaja con políticos. No vamos a llegar lejos si la policía nos busca- repuse con desconfianza
-vos despreocúpate, del hijo de puta de mi padrastro yo me ocupo- repuso ella con confianza
Su padrastro tenía un apellido que sonaba ingles, tenía la piel blanca, y su acento original se había perdido hacía mucho. Él era digno de confianza, en un mundo de desconfiados. Recuerdo que Cecilia siempre se ponía nerviosa cuando estaba a su lado. Nunca supe por qué pero pensé que él era como mi perro, manso con sus amos y un demonio con los extraños. Extraños como Cecilia y yo. Esos extranjeros de mierda como le oíamos decir muchas veces olvidando claro que él también había venido desde fuera.
No me fue difícil convencerme de que huir era la mejor opción que teníamos. Aunque tendría que abandonar a mis padres por ella, un hecho que no incomodaba en lo absoluto. Ellos y su terquedad erán también parte del problema. Por ello esa misma noche tomé algunas de mis cosas las puse en una mochila y bajo la luz de una de las esquinas menos productivas para los turbios negocios que se cocinaban por allí, la esperé.
Ella apareció dos minutos más tarde, tan hermosa como siempre. Apenas la salude me tomó de la mano y me arrastró a una cuadra abajo donde los zombis se agrupaban ante una fogata. Ella señaló al que le decían la mula por ser dueño de un destartalado escarabajo con el que laburaba, cuando su lucidez se lo permitía, de remisero fantasmal. Esa noche lo encontramos a medias; estaba un poco ido pero con lo poco de cordura que le quedaba nos resultaría lo suficientemente útil para huir sin que nadie hiciese preguntas.
Cecilia le dijo que le daría 10 si nos dejaba cerca de aquella tierra desértica de donde habíamos surgido. El propuso 50, yo propuse 15, el bajo a 45, y Celicila lo arreglo en 30. Partimos con las elocuentes demoras de un automóvil que se mueve a base de gasolina robada. El viaje duro toda la noche. Nuestro chofer resultó ser lo suficientemente confiable para que durante el viaje no nos acuchillara y robara los pocos billetes que aún nos quedaban.
A medida que el tiempo transcurrió, poco a poco las calles de asfalto fueron perdiendo terreno ante la tierra y el polvo. El escarabajo aguantó lo que pudo, pero su intento fue más que suficiente para nosotros, dejamos al medio zombi con su bien ganada paga tirado en el camino, mientras nosotros seguíamos avanzando a pie. Los campos verdes de la zona iluminaban nuestro paso ante un camino sin destino que se perdía en el horizonte. A eso del mediodía llegamos a una pequeña granja donde pensamos pedir un poco de agua y pan, o tal vez comprar comida. No había nadie, solo unas cuantas gallinas asustadas por un gato, y un caballo manso comiendo algo del césped de un jardín cercano.
Sin previo aviso Cecilia tomó una piedra y rompió un vidrio de una de las ventanas laterales por la que logró entrar. Yo me opuse a hacer tal cosa, porque si hay algo de lo que siempre me jacte es de ser honrado, aunque nunca supe que significaba la palabra. Cecilia no hizo caso a mis advertencias y al poco tiempo volvió con una bolsa llena de comida. Luego nos apartamos por el campo hasta llegar a un pequeño arroyo donde nos sentamos y comimos.
Después ante el calor de la tarde nos tiramos a la laguna. Sin darme cuenta poco a poco nos fuimos acercando hasta que al vernos semi desnudos en esa situación, pareció que darnos un beso fue la respuesta más lógica que se nos ocurrió en el instante. Después nos dejamos llevar ante el descubrimiento de algo que en la escuela nunca nos explicaron. Siempre oímos a los chicos más grandes hablar de eso pero nunca supimos porque les gustaba tanto. Esa tarde lo descubrimos.
Las nubes son la mejor representación que el tiempo posee y al caer la noche, sin previo aviso, aquellos que se esfuerzan por hacer cumplir las leyes sin un sentido claro vinieron por nosotros. Pensé en un primer momento que las influencias del padre de Cecilia eran muy altas, después me enteré que los dueños de la granja habíanse dado cuenta que les habían robado. El dueño era un amigo del intendente del comisario de la zona por lo que mandó a sus muchachos a revisar el lugar.
Nos vestimos lo más rápido que pudimos y comenzamos a correr, sin embargo en el transcurso del camino no tuvimos tiempo de pensar que mientras más nos alejábamos de nuestros captores más nos acercábamos a ellos.
Nos cercaron y arrestaron. Después de pasar por la comisaría y comunicarse con nuestros padres decidieron llevarnos devuelta al sitio al que pertenecíamos. Cuando la ciudad y sus distintas caras se nos volvieron a presentar un sentimiento de amargura recorrió mi alma. Cuando ella descendió de la patrulla la tome de una mano y la empujé hacia mis labios como un último esfuerzo por no apartarme de ella. El policía nos separó y allí junto su rostro calmo y triste la perdí. Las miserias de todos los días volvieron a presentarse ante mí, como un único reemplazo a todo lo que ella supo darme. Ahora mientras observo el extraño mundo en el que nací me doy cuento que con su imagen perdiéndose en la oscuridad, algo de mí se perdió con ella para siempre.
Richard Perez

Comentarios