El suspiro del pájaro carpintero
Caminaba en la estación del tren. En frente el lago, más allá los Andes. La mirada se posó sobre las barras paralelas de hierro que hacen de vías para el tren. Encontró la piedra de color, su amuleto de viaje, la guardó en su bolsillo y subió al andanivel. El descanso se lo había permitido porque le quedaban unos 90 Km hasta el próximo destino. Villa la Angostura. Había estado sentado en la parada de ómnibus de aquella ciudad pero le dio frío. Fue por eso que se dirigió a donde estaba el sol. Su amuleto lo animó y emprendió su trayecto.
Con el espíritu animado, tomó su mochila y dirigió sus pasos hacia la ruta. En posición de firme, pero relajado, extendía su dedo a sus posibles portadores. Una hora, media hora más, dos horas, un cuarto, tres cuartos… cinco horas. Una camioneta blanca sin luces lo invitó a subir.
El camino a La Villa, como suelen llamarla los lugareños de este lado del lago, es sinuoso. Empapelado en verdes árboles, acompañado del rumor del agua, entristecido del gris frío de un día nublado. No existe lugar en el mundo tan acogedor. Los mates del camino, las tortafritas convidadas. La charla amena. El saber que el recorrido no finalizaba. Viajante y acompañante se daban el gusto.
Saludo de por medio se estrecharon la mano. Un hasta luego, surgió después de dos horas. Su amuleto seguía en el bolsillo. Lo puso ante sus ojos, se alegró de ser el poseedor. Por eso se adentró en otro camino, el definitivo. Este camino enlaza La Villa con San Martín de los Andes. “Siete Lagos”. Pero la noche puso freno al ánimo. Aquella, fue noche de descanso.
Nubes aparecieron en vez de sol. No fue escusa para no tomar los mates mañaneros. Levantado el campamento los pasos se dirigieron hasta el final de La Villa. El misterio de los “Siete Lagos” es inmenso y no hay “mochila” que no se prepare para la invitación: caminame. Con amuleto en el bolsillo, sonrisa en la cara, satisfacción de mates y pan. A caminar.
Todo camino caminado es más lento que viajado. El cuadro del entorno es más grande. Los detalles de la rama, de aquella hoja, aquel ruido, este tábano que molesta, la imaginación que no se detiene. Todo alimenta, satisface más. Absorto en el paso a paso desvió su atención. Bajo a la derecha. Emprendió el camino sin huella dentro de la foresta. Hojas secas, hojas verdes, caballos, cabritos y pájaros. No hay autos, no hay casas, no hay caminos. Todo ahí. Tan cerca, tan perfumado, tan rumoroso.
Encaró una pista, cualquiera la que le pareció. Bajó más, más, trepó el tronco caído y se sorprendió. Abajo sobre el tronco, del lado izquierdo, ahí estaba. Un pájaro carpintero. Parecía que solo se podía encontrar en la ciudad en su forma animada. Pero no, era uno de esos reales. Parecía acurrucado, en su trabajo todo era esfuerzo. Su ruido, como el de un aserradero rugía con potencia. Parecía extenuado, más trabajo, más esfuerzo.
Se animó, se acercó y el pájaro no voló. Descubrió que bajo el tronco caído, ahí donde el Carpintero se esforzaba en talar, había otro Carpintero. No dudo, intentó levantar con sus fuerzas aquella masa de madera muerta. Inútil. Cabizbajo, suspiró y retrocedió. Nunca más visitó “Siete Lagos”.
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