Cuando un perro llora es seguro que alguien del barrio va a morir. Así, me solían decir, mi viejo y mi abuelo, en mi niñez. Sin embargo, en aquellos años los perros lloraban poco, o mejor dicho: ¡no lloraban para nada! Incluso, me atrevo a decir que no había muertos en mi niñez. Esa era la razón de que los perros no llorasen. En realidad, no había conocido la hora de la primera vez.
Los perros de entonces eran parte de la banda de pibes. Los pibes no andábamos solos. Barbita, Kempe, Coly, el Roky, y otros perros que no recuerdo sus nombres, venían con nosotros al baldío, al canal, al treinta. No tener perro en aquella época era ser menos. Daba lástimas tener que cagarlos a toscazos para que no te siguieran. Había lugares en los que debíamos cortar esa relación humana-animal. La escuela era sólo para humanos.
No todos teníamos la dicha de que un perro formara parte de la familia. En casa, pasábamos meses hablando del tema y con distintos argumentos, todos bien preparados, tratábamos de robarle un sí a nuestra “vieja”. Aunque fue difícil, tuvimos varias oportunidades de encariñarnos con un perrito. Una vez un vecino nos regaló un cachorrito, mamá se encariñó, pero nos duro poco. Se lo robaron. Otro que tuvimos se nos murió. El último, ya no éramos niños, ese creció fuerte, lindo y guapo. A la vista de los demás daba miedo. Por eso lo tuvimos que regalar.-
Da igual, lo que quiero contarte se encuentra en mi niñez y tal vez en la niñez de mi viejo y la de mi abuelo. Es más la cosa está en la niñeidad. Allá, o acá, cuando somos niños. El tiempo y el lugar de los descubrimientos. El preciso instante de la primera vez. Todo es conocer, sorprenderse, animarse, atreverse, arriesgar… y arriesgar era bancarsela.
Oigo hoy, la primera vez que el agudo llanto de un perro me dejo triste. Me encontraba solo en mi refugio: el patio de la casa de los abuelos. Un perro aulló, y fue instantánea la presencia de la muerte. La palabra de mis mayores, en mi memoria se hizo presente. ¿Quién murió? Fue mi primer interrogante. Me dirigí hacia la vereda, observé la gente que no parecía percatarse de la desgracia que nos rodeaba, mis pensamientos me explicaron que eran ignorantes de la sabiduría de mis mayores. Seguí buscando al moribundo o al perro que me diera alguna información extra, pero nada. Pasó la ambulancia, entonces cesé mi búsqueda. Hoy creo que no buscaba al desgraciado. Sólo quería comprobar la teoría. Resultó verdadera.
Desde esa primera vez mis sentidos se fortalecieron. Esta vez, lloró Rocky. Y murió don Coco. El señor del fondo. Coco era pintor. Tenía varios hijos. Uno de ellos era mi amigo. Pablo se llama. El flaco hincha de River. Por eso éramos amigos. La señora del Coco: la Tere Del Fondo. Se llamaban “del fondo” porque vivían justo de tras de nuestra casa. Es decir, nuestro fondo coincidía con su fondo. Todo el barrio lloró después de Rocky. El Coco era muy querido.
Este hecho fue crucial en mi niñez. Comprobé lo que mi viejo y mi abuelo solían decirme. ¡Qué sensación! ¡Mi Abuelo era sabio! Pero la niñez me iba abandonando y aquellas verdades empezaban a quebrarse. Al final de la niñez: ¡DUDAS! Las verdades, que debían ser inquebrantables, llegaron a su punto crítico. Los cimientos se trizaban en diminutos fragmentos. Y yo, que vivía de certezas, me vi caer en el precipicio de la incertidumbre. La vida se acaba y yo sin certezas no existo. En la estrepitosa caída al vacío se formó mi adolescencia.
Los perros siguieron acompañando mi vida y la de los pibes del barrio. Jugábamos al fútbol y ellos hacían parte de los equipos. El mejor era Kempe, hasta hacía goles. Los pibes crecíamos, los perros morían. Vinieron otros, pibes y perros. Los que dejamos la primera niñez nos ausentamos de por vida y si nos vemos nos saludamos pero no jugamos.
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