Don Romerito

Romerito

En aquellos años en que los pibes corrían por la calle. Allá donde se cruzaban, a menudo, perros y caballos. El barrio de los pibes estaba cubierto de personajes que revistieron nuestra niñez de perfectos recuerdos imborrables. Podría traer a nuestro presente, doña Pocha y el Petiso, el Calculin, el Piraña, el Mono, el Sapo, el Milico, el Chueco, doña Paulina. En fin una lista plagada de historias, cada una con su tono particular, con su color propio del personaje que la vistió.
En la calle cortadita, la que cortaba con la Pastor Boudler, la que está del lado de los dúplex, ahí en la equina de este lado vivió don Romerito. Un viejo, siempre arrugado, chiquito, pero de una paciencia, con una mística. A cualquiera que lo viera ahí sentado, con su pucho pronto a armar, le hubiese atraído. No era atractivo a la vista, pero se ve que de suyo, dentro suyo había un imán humano. No podías pasar por su lado sin detenerte a saludar.
Cómo anda Romerito. Eran nuestras palabras llenas de respeto que obligatoriamente decíamos antes de entrar al negocio de la Pocha y girando nuestra cabeza hacia la izquierda. Su silencio, era casi perfecto. Su sentada a la sombra, su preparación de garrapiñadas, de pochoclos, de algodón azucarado. Su preparación para sobrevivir la vida. Todo él era un sobreviviente. Sabía de luchas, sabía de sufridas esperanzas. Él laburaba y a la vez se las rebuscaba. Creo que ya no tenía dientes porque su vida lo había consumido.
El terreno de sus ventas se daba en las domas. Muy de mañana, el domingo, se buscaba algún buen vecino que le ofreciera un transporte. Cargaba su mercancía, su tabaco y papel, mate de por medio, y una gauchada ya estaba en marcha. En la domada no había quien no lo conociese. Eso le gustaba. Parecía que el caballo más bravo, el jinete más diestro, el payador más improvisado perdieran su encanto si don Romerito no se presentaba.
Don Romerito partió con mi viejo a la fiesta del Río y los Neuquinos. Una fiesta que se solía realizar en Senillosa. Habían hecho un anfiteatro al lado del río Grande. El escenario estaba rodeado de agua, la gente sobre las gradas. Artistas nacionales, e incluso internacionales se acercaban al pueblo patagónico a celebrar la naturaleza, el folklore y a tomarse unos vinos.
Allí donde había fiesta, había quien se las rebuscaba. Hippies del Bolsón, artesanos del país, artistas callejeros, mi viejo y don Romerito. El marco celebrativo estaba acompañado de asados, música en vivo y las ventas ambulantes. Éxitos, para quienes participaban del modo que fuere. Sin embargo, el que labura, el que se esfuerza diez, a veces, paga veinte.
Aquella noche, al final de la celebración, sin nada más para vender, emprendieron, mi viejo y don Romerito, el camino de retorno. La marcha sobre la 22 era normal. Recordaron que la rueda trasera había tenido largos periodos de ruidos extraños. Romerito - dijo mi viejo – por qué no te fijas si hace ruido la rueda. Mientras bajaba la ventanilla, exclamó che Cepillo, esa no es nuestra rueda. El golpazo fue terrible. La camioneta avanzó varios metros en tres ruedas, mientras la rueda trasera se adelantaba por su propia cuenta como olvidando que debía transportar un vehículo.
La anécdota no es más que un mero agradecimiento a don Romerito. Gracias Romerito por haber endulzado mi vida y la de los pibes del barrio. Para vos viejito piola.

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