La noche estaba a pleno, en su apogeo durmiente. La casa elegida estaba serena, luces tenues, aire de quietud. Todos duermen. A pocas horas del último saludo, todos acaban de finalizar su jornada. Padre, madre, hijos, perro. Nada quedaba por acomodar. Los platos limpios y guardados. Las plantas tapadas por la helada. La ducha seca, la basura afuera, la ropa adentro. Todo listo.
Piraña el pibe del treinta controla la organización de la labor. El ruso, es la voz organizadora. Chato, vos haces de campana. Vo’, felí (le decían “feliz, porque su cara era siempre sonriente) ¿tenes lo que te pedí?. Movió su cabeza afirmativamente. Entonces abrite el portón. El Chato, Feliz, el Negro, el Ñato, Ruso y el Piraña. Cada uno sabía perfectamente como adentrarse en su labor. Pero el Piraña, sabía no solo su propia misión sino la del cada uno.
Esa noche, el Piraña vestía como todos los días. Campera negra con tachas. Pantalones negros de cuero con cadenas. Remera negra de “Iron Maiden”. Lentes negros. Pelo largo. Ojos malos. No hablaba sino era necesario. Dijo: el que se caga que no vaya. Todos fueron. No había cagones.
Dentro de la habitación que daba a la vereda dormían los varones. Uno de diez y otro de ocho. En el dormitorio de la izquierda del primero dormía la joven quince años. Los padres dormían en la habitación del fondo. El comedor estaba alumbrado por las luces de stand bye de la compu. El led que indica la función de espera en el tele. Las luces indicadoras de la señal de internet en el modem. Un celular que se estaba cargando.
El patio estaba limpio, aseado. Los desechos del perro todos habían sido barridos y tirados. La cucha estaba casi perfumada. La parrilla adornada con plantas. Las hojas caídas de los árboles juntadas en bolsas de consorcio. Las luces de los paredones encendidas y la luz de indicadora de alarma activada. Todo normal.
La muchachada reunida emprendió el camino hacia su labor. Llegaron al portón de entrada. El Chato tomó su posición. El negro hizo lo suyo. Todos se coordinaron. Al último entró el Piraña. Nadie pronuncio palabra. Piraña se encaminó hacia la cocina. Abrió la heladera, tomo un trago de vino. Los demás habían dormido al perro, desactivado la alarma, desconectado la notebook, desarmado el home cinema. Piraña, tomo un papel, tomo un lápiz que estaba al lado del teléfono fijo. Escribió: Si quieren a su hijo deberán seguir mis pasos. Esperen mi llamado. Pd: si hablan con la policía lo sabremos y su hijo morirá. Pegó la nota en la heladera con un calendario imantado. Entró en la habitación. Drogó al menor. El negro lo alzó. Todos salieron.
El terror de esa familia fue grande. Nada más horrible les pudo haber pasado. Siguieron todas las indicaciones. El Piraña cumplió con su parte. Recuperaron al menor. Luego de sufrir en secreto, luego de sentirse casi muertos de susto, otra vez juntos. Todo cambió. Se exiliaron. Toda la familia se fue a vivir a España.
Hoy nadie recuerda el caso. La memoria fue borrada de los vecinos del barrio. Solo paso a la historia la muchachada, el Piraña, las anécdotas. La familia fue olvidada.
¿No parece el pan de cada día?
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