Este relato no en cuento es un encuentro: segunda parte; La mirada.
Desde los primeros años de infancia y adolescencia la llegada del año 2000 parecía traer el fin del mundo. El año 2000 era el futuro. Para los niños de los 80 significaba autos que volaban, formas de comunicación en donde no se necesitarían cables. El fin un milenio arrastraba consigo una mezcla de quienes crecieron con “viajes a las estrellas” y quienes parecían poner sus creencias en pseudo-ideas religiosas apocalípticas.
Por mi parte, mi vida había tomado un rumbo inesperado. Mis primeros proyectos de estudiar para profesor de física se vieron cambiados por aquél encuentro en el 95 (ver aquí: primera parte del relato). Sentí que Dios me llamaba a dar mi vida para la evangelización. Fue en el año 1999, luego de haber realizado un periodo de misionero, primero en Córdoba y luego en Jujuy, que casi sin pensarlo me encontraba en Porto San Giorgio por segunda vez. Este encuentro no tenía por finalidad ver al Papa. Se trataba de una convivencia donde se daba destino a los futuros seminaristas. Jóvenes de varias naciones que tenían pensado formarse para ser curas nos dábamos cita en aquel lugar junto a los iniciadores del Camino Neocatecumenal.
Aunque resulte difícil de explicar, a sorteo mi destino y el de mi amigo Pablo fue Roma. Recuerdo que en esta oportunidad no corría por mis venas las ansías de la primera vez. Pienso porque en el 95 había perdido las esperanzas de poder conocer a alguien importante. Además porque mi primera preocupación, la de qué contaría a mis hijos cuando sea grande, ahora la vivía como una chiquilinada.
Me equivoqué otra vez. El 2000 estaba delante de mí. El Papa había anunciado el año Jubilar. Esta vez tocaba viajar a Isarael para estar con el Papa. Gracias a mi condición de seminarista del Redemptoris Mater de Roma tuve el privilegio de estar a cinco metros del Papa. No obstante solamente lo podía ver por las pantallas. Por qué, no sabría explicarlo, pero estaban dadas todas las condiciones para que yo no pudiera verlo a no ser por las pantallas de televisión.
Aquel año del Jubileo experimenté otro tipo de tensión. No tenía ansias de ver al Papa, ahora vivía en Roma así que no me parecía relevante. Esta vez mi espíritu se inquietaba porque era la primera vez que viajaba con personas extrañas. De todas las personas que viajaban conmigo en el avión yo era el único argentino. Me sentía extranjero. El momento del encuentro de jóvenes con el Papa me tensione porque tenía la oportunidad de encontrarme con mis hermanos cipoleños. Así fue, me encontré con mi hermana Marti y con mi amiga Ana. Por supuesto había muchas personas allegadas a mí, los argentinos.
Paso el jubileo del año 2000. El 24 de Marzo del 2000 Juan Pablo II como verdadero padre nos había dado una palabra. “El reino de los cielos es de Uds”. Paso el encuentro, termino el viaje a Isarel. Otra vez en Roma, a la vida cotidiana. En mi había algo nuevo. Aunque no del todo. Tuve la oportunidad de vivir la Jornada Mundial de la Juventud en Agosto del 2000 en Roma. Preferí pasar mis vacaciones en mi casa. Me perdí aquel encuentro.
El verdadero encuentro se dio en el 2002. Se realizaba una misa en el Vaticano. Se trataba de la apertura del año académico de las Universidades Pontificias. El inconveniente era que la misa no iba a ser presidida por Juan Pablo II, sino por un cardenal que ni recuerdo su nombre. Nos citaron un día antes para realizar los ensayos. Todo me salía mal. Uno de los maestro de ceremonia del Vaticano me decía por qué tanto nervio. No pude responderle. Yo era muy torpe. Al día siguiente la misa. El Papa iba a estar pero, no sabíamos nada de si se nos iba a permitir saludarlo.
Aquella mañana nos levantamos antes que todos. Nos vestimos de traje, zapatos bien lustrados, una pinturita. Al Vaticano. Entramos a los jardines del vaticano, estacionamos y nos dirigimos por unas de las puertas laterales debajo de la gran cúpula. Atravesamos toda el ala principal y nos dirigimos a dónde se encuentra la estatua de la Piedad. Aquella que talló Miguel Ángel. En aquel lugar había una sacristía. Nos revestimos con esas albas, son como sotanas largas pero blancas. El rumor era por aquella puerta baja el Papa. Empezó la misa, nos tuvimos que formar para realizar la procesión hasta el baldaquino. Todos listos y el Papa atrás mío.
Nervios, ansias, recuerdos de mi infancia. Caminábamos, no podía darme vuelta y verlo. Sólo a unos pasos atrás. De estar a Kilómetros, había estado a metros y ahora a unos pasos. Parecía que el destino se había empeñado en que no pudiera conocer a Juan Pablo II. Sigue la procesión. Mi mirada estaba enfocada en el crucifijo que nos guiaba. Las alas laterales estaban repletas de gente. Las luces estaban todas encendidas. Cámaras de televisión, micrófonos, el coro gigante, y guardias de seguridad. Yo miraba el crucifijo.
Mi misión consistía en llevar un micrófono con su pie al cardenal que presidía la misa. Mi puesto de batalla era al lado de una de las columnas del baldaquino. El Papa se había ubicado atrás mío. No podía verlo. Del canto inicial al silencio, ahí entraba en acción. Debía cumplir mi misión. Levante con orgullo el pie del micrófono y la campana de apoyo golpeó con el escalón superior. Huiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii. Un sonido agudo, interminable, humillante se disparó por mi torpeza. Apenas apoyé el pie, el maestro de ceremonias no dudo y con retírate me quito el micrófono. Esa misa la viví traspirando.
Termino la misa. No pude ver al Papa salvo una movida que tuvimos que hacer para el evangelio, pero se trataba parte de mis misiones y por lo tanto, no podía distraerme. Nuevamente la procesión de retorno a la Piedad. Nuevamente el Papa atrás mío. Esta vez todos veían al Papa, yo no. Todos gritaban viva el Papa. Todos aclamaban Giovanni Paolo y aplaudían. Yo no podía. En silencia, con las manos juntas caminaba mirando el crucifijo.
Parecía que todo iba a pasar y mi fracaso se iba a inflar de manera exagerada. Todo listo para volver a nuestro hogar. En ese momento aquellas palabras chicos el Papa quiere saludarlos, resonaron fuertes, y alegres en mi corazón.
Juan Pablo II ya no podía caminar sin dificultades. Estaba de pie en una silla con todo un aparto que servía para transportarlo. Uno a uno pasamos a su encuentro. Delante de mí estaba Galves. Un chico colombiano. Nos quedábamos a unos pasos de distancia mientras otro se acercaba al Papa. No te dejaban abrazarlo. Galves no solo lo abrazó sino que se quedó y le hablo. Qué le voy a decir pensé. Pensé en mis padres, pensé en mis hermanos, pensé en mí. Llegue delante suyo. Me arrodillé. Me miró a los ojos y sonrió. Quedé mudo.
Se retiró, caminó poco, levantó el bastón y le dio en la cabeza al Cardenal Martini. Todo reímos. El Papa reía.
Esta fue la primera vez. Tuve otras dos oportunidades más en mi vida. Pero la primera vale oro. En ocasión de su beatificación quise compartirla con Uds.
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